domingo, 6 de mayo de 2018

España a la conquista de las costillas


Son de interés las carnes de los corderos que pillan los brotes de hierba en los campos de marinas y espacios rurales bañados, pulverizados, por el viento salado
Entre el descomunal chuletón de ternera y la frivolidad novedosa de las costillitas de conejo, a favor de las costillas de cordero, fritas o a la brasa, sin dudas ni complejos. Son un bocado ganador, tradicional, ajeno a las complicaciones culinarias y las dudas existenciales.
El ganado ovino es la minoritaria mayoría visible en el desierto ganadero insular, los rebaños en una dispersa multitud, aun (subvencionada), mantienen ámbitos para la postal territorial, intentan frenar el avance imparable del bosque bajo, el matorral (la garriga) originario.
Ahora, en las primeras décadas del siglo XXI, sin apenas cerdos y vacas libres, los rebaños de ovejas y sus crías, los pastores y sus persuasivos perros, detallan qué fue en el pasado el campo. Los viejos y jóvenes payeses aparecen en el Uep! de IB3 para evidenciar con costumbrismo su modernidad en formato para youtubers.
La vigencia (privada), el éxito normal del plato común pero no barato de las costillas de cordero, no dependen de las autobiografías circulares de cocineros ni de los recetarios de usos y secretos históricos exclusivos de antiguas monjas y aristócratas capitalinos.
En su propuesta el plato remite a los usos primarios (otra vez, otra excusa) de los prehistóricos habitantes, el comer carne y con los dedos probablemente. La supervivencia está en resistir a las olas y tendencias gastronómicas o leyendas dietéticas. Las simples y gustosas costillas de cordero local predominan siempre en la mesa, entre la mayoría que no objeta la carne y los curiosos fóbicos del ovino, un atavismo concreto.
Las costillas no aparecen o están casi ocultas en las cartas, cierto, ante la hegemonía de las carnes crudas mínimas o gigantes, en general de bovino internacional, avejentado, triturado, machacado, transparente italianizado, argentino, poco o excesivamente hecho, con cortes y animales de razas japonesas, irlandesas, brasileñas, americanas del norte.
La temporada más apetitosa de las costillas coincide, posiblemente, con aquellos meses que en el seco y árido Mediterráneo rebrota —fugaz— un paisaje seductor, los prados primaverales, el verde. En esa época pastan crías y jóvenes animales, de escaso músculo, tiernos, carnes sin rastro de sabor a lana, demasiada grasa o síntomas adultos, la expresión de su casta
Son de interés las carnes de los corderos que pillan los brotes de hierba en los campos de marinas y espacios rurales bañados, pulverizados, por el viento salado, las rachas de la tramontana o las ponentades del mar cercano, o se amamantan en estos territorios litorales. (En las valles de Pollença, en las llanuras d’Es Cabanells de Petra en el cono sur de Mallorca, donde hay fincas de venta y que etiquetan de cordero ecológico o territorial).
Pocas carnes, delicadas y populares, son aceptadas por todas las generaciones. Su presencia en la mesa merece la apología de la vulgaridad, la pura fritura o asado a la brasa abundan en las referencias a la simpleza, la naturalidad. Es un cacho del lomo del cordero, sostenido o no con palo, pegado a la mitad de la vértebra y a ser posible con el blanco radiante de la médula, un acento.
Fritas y con patata (quizás con ajos), las costillas de cordero son (¿fueron?) un bocado capital, común, de las mesas burguesas, de la clase media, del viejo pueblo de cristianos por mandato de doctrinas y épocas. En el circuito del sur musulmán también cuadra el uso en los cus-cus del cordero o la oveja adulta, en sus hitos rituales anuales.
En el relato de costumbres de la agenda de los fogones domésticos está el predominio del cordero pascual asado, entero o por brazo y paletas, y el frito de sus vísceras y el plus de sus costillas. Ahí está el Agnus Dei en tantos escudos y piedras clave, el culto oficial imperecedero en la historia urbana y la misma religión.
La extensión del consumo, espaciado, de las costillas de palo o riñonada, debió ser la conquista culinaria social de normalidad, de modernidad y progreso, de superación del pollo dominical.

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